Esperanza, con sus 73 años a cuestas, ha perdido un poco el sabor de este día, hace mucho que perdió su color y ella solo decide callar.
Atrás quedaron los festejos en los que, junto a su esposo acordeonista, hacía una gran tallarinada y cerraba casi media calle y todo el vecindario se unía al jolgorio que con polcas añejas hacían sobresalir hasta al más tímido. Ella, con sus hábiles manos, preparaba el chipa guasú para ofrecer a sus invitados.
Su negra cabellera ondulada se volvió cenizas y la flor del chivato que solía adornarle la cabeza ya no está.
En el viejo pasillo, donde baldeaba casi todos los días para disfrutar de las mañanas de un rico ka’ay, se fueron llenando los escombros y chucherías cuando dejó de recordar.
Lo que sí sabe ña Esperanza, viejita y cansada, es que también le gusta el jazmín Paraguay. De tanto en tanto, al percibir aquel olor, una pequeña luz se asoma y vuelve a su memoria las risas de sus tres hijitos.
La vida, aunque ingrata, le regala momentos de aquellos días en que a Tito, el hijo mayor, se le inflaba los cachetes de alegría comiendo dulce de guayaba con pan. Y si la escuchan reír a carcajadas, no piensen mal, es que esta vez el recuerdo le trajo a Albertito, el del medio, que cuando estaba en preescolar se vistió de guaucho y le recitó un poema que, por ser chiquito, se le olvidó una estrofa, pero bien que supo improvisar.
Capaz Esperanza se olvidó de quién era, pero no de lo que siente. Ella seguirá meciéndose en las patas traseras de su silla de madera, mirando la calle, volviendo a poner, como un viejo cassette, aquellos momentos felices. Y aunque no recuerde que los pequeños ya crecieron y no reconozca sus rostros maduros, no puede evitar que el corazón se le quede calentito luego de darles un abrazo y decirles que los ama.